Apagó la luz de la mesita y dejó el libro al lado de la almohada.
Cerró los ojos. Se quitó las gafas y las dejó indolente en su mano todavía firme.
Hizo discurrir sus pensamientos por otras mañanas y otros amaneceres, cuando el calor de otro cuerpo se ceñía al suyo y unas manos conocidas le acariciaban tiernamente la mejilla, el pecho, el vientre, los muslos…
A pesar de los años transcurridos, su calor, su olor y sus caricias aparecían intactas cada vez que los evocaba.
Rafi Bonet
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