El hombre de rostro pétreo, un gigante de casi dos metros, enfundado en una bata blanca, desde la cumbre de sus ojos azules metálicos, dirigió una mirada despectiva al torso del muchacho que formaba parte del grupo variopinto de viajeros que acaba de descender del tren de mercancías y, al instante, señaló con un brusco ademán de la barbilla la dirección de la izquierda. Ni siquiera hizo mención de utilizar el estetoscopio que colgaba de su pecho. ¿Para qué?
Salvador Robles Miras
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